miércoles, 30 de septiembre de 2009

Bebé

Cuando era niña, mi mayor fantasía ligada a la naturaleza eran los pajaritos. Imaginaba lo fantástico que debía ser poder acariciar uno de esos bichitos que revoloteaban por el jardín; hacerles piojito, rascarles la pancita, darles besitos.
Después de mucha agua corrida bajo el puente, mi sueño se hizo realidad: llegó Bebé.
Tan chiquito y bonito como lo imaginé, hasta con el plus del celeste intenso de su plumaje. Cuando lo descubrimos por primera vez en el nido (chiquito y calato) moviéndose a ciegas, el único sobreviviente de su nidada, el amor se instaló en nosotros, y desde que se llenó de plumas, tan celestes como el mejor cielo (no el de Lima, ciertamente), se convirtió en mi compañero matinal. Todos los días, después de hacer la finta de cumplir mis obligaciones cotidianas, lo sacaba de la jaula y lo instalaba en mi hombro; desde ahí veíamos películas (que comentaba con él en voz alta, para desconcierto del par de moscas que bailaban sobre la mesita de centro estas últimas semanas), a veces se pasaba de mi hombro a mis palitos de tejer, entonces lo cogía con suavidad (estos bichitos son muy frágiles) y antes de regresarlo a su sitio, aprovechaba el momento para comérmelo a besos, hacerle piojito y rascarle la pancita, tal como mis séis años me lo dictaban.

Para resumir, porque el dolor engarrota mis torpes dedos sobre el teclado y esto ya se está volviendo más que insoportable: Sol, la madre, decidió que Bebé era muy débil y a pesar de eso (de algún extraño modo que nunca entenderé) amenazaba a las nuevas crías así que el domingo por la tarde lo picoteó sin que nos diéramos cuenta.

Bebé murió en mis manos, abrigado por mis dedos, bañado por mis lágrimas y mezclando su último aliento con mis besos.

Supongo que aquí es cuando se acaban las palabras.

jueves, 10 de septiembre de 2009

Una adolescente de cuarenta ...

... y pico.

Porque, como a cualquier adolescente, la inmadurez me persigue adonde quiera que vaya y cual sombra fiel. Pasan los años y no consigo espantarla. Terminé todo lo que quise estudiar (Ok!: terminé la etapa en la que quise estudiar algo), me ilusioné, me equivoqué, me enamoré, me casé, tuve un hijo (felizmente lo puse en ese orden Uff!), inicié un negocio que más parece una justificación y que tampoco termino de tomar en serio, en fin, me pasaron cosas; eso podría dar indicios de un acercamiento a esa vaina que se llama madurez pero ... no pues, nunca es suficiente.

El mundo es impaciente con los inmaduros. Cuando somos padres decimos: "¡¿cuándo vas a madurar?!" sí, esas mismas personas que en presencia de otros padres confesamos que quisiéramos que nuestros hijos nunca crezcan, que sean siempre los mismos niños que iluminan nuestras vidas y a los que hay que fregarles las suyas.
Cuando somos pareja le aceptamos todo al otro, todititiiito pero que ni se asome un resquicio de inmadurez porque "eso" es inaceptable, osea: engáñame, humíllame, azótame, pero como adulto, caracho! Cuando somos mayores la cosa se pone peor, apenas toleramos los síntomas de inmadurez en los jóvenes y sencillamente no los soportamos en nuestros contemporáneos Aaagh! huácala!

No hay nada peor que la mirada de desprecio de alguien que, instalado en la cúspide de su vida (se supone que ese es el rango de edad al que pertenezco, con todo controlado: profesión, estatus, prole y demás hierbas) te lanza cuando dejas entrever los hilos de tu inmadurez en su presencia. Nunca te sientes tan incomprendido, tan torpe, tan solo.

¿Por qué la madurez en los jóvenes es tan bien vista mientras que la inmadurez en los adultos es tan despreciable? ¿por qué debiéramos tenerlo todo bajo control cuando somos grandes? ¿por qué no inspiramos siquiera ternura? (Aaaay!)

Quisiera pensar que todo es un malentendido, que la velocidad de la vida hace que seamos incomprendidos. Los inmaduros no somos esos bobos que se niegan a crecer y aceptar responsabilidades de gente grande (Ok! ... un poco!) , los inmaduros somos personas en proceso.
En algún momento nos llegará la hora pero nada nos impide engolosinarnos en este instante, quedar absortos en la antesala.
Si lo irremediable es la madurez ¿por qué no saborear leeentamente el precioso proceso que nos llevará a ella?

"Los hijos te harán madurar" ¿cuántas veces hemos escuchado eso?. Yo tengo un hijo y ni por equivocación veo rastros de madurez en mi, a lo más: sentido común y en la medida justa para hacer de mi la madre que todos tienen y que nadie quiere (bueno, ¡ni tanto!). Al fin y al cabo, todos hemos sufrido las torpezas de nuestros padres al criarnos (¡algunos hasta crueldades! felizmente no es mi caso) todos hemos sido hijos de alguien en proceso, y eso no nos ha impedido crecer, vivir, amar. ¡¿Quién en esta vida no tiene problemas derivados de la inmadurez de sus padres al criarlos?!

Todo esto porque se acerca mi cumple y con ello la avalancha de pliegos de reclamos (¡ojalá fueran regalos!) que me hago a mi misma desde el otro lado del espejo (el lado más aburrido del espejo, dicho sea de paso) ¿será que me estoy haciendo mayor y por eso mismo ya no me soporto? Contra! y recontra! (por si las dudas).
Es que, en el fondo de mi alma ... ¡yo no quiero crecer! (esto ya parece el manifiesto de la gemela malvada de Peter Pan) y me niego a aceptar la madurez como regalo de cumpleaños Noooo! (yo quiero más botas, carteras, ropa estupenda que haga juego con mi estilo de vida: tan lindo, tan simple, tan banal) ... aunque, pensándolo bien, si quiero un regalo (es un decir: ¡quiero cientos!) un regalo muy especial que me haría la vida más fácil:

Dejar de cumplir años (¡sin tener que estar muerta!) y descubrir el jodido modo de ser tan inmadura como quiera sin tener que verme tan, pero tan, ridícula.

jueves, 3 de septiembre de 2009

Sin talento para eso ...

... tampoco!

Estoy inútilmente marcando su cel para saludarlo después de haberme adelantado ayer. Es que recién hoy es su cumpleaños y ni cuenta me dí, marqué su cel y él, tan lindo, agradeció mi saludo seguramente pensando que peor es nada. Y se supone que es un gran amigo mío, yo, que casi no tengo amigos.
En realidad lo raro sería llamarlo el mismo día; nunca la achunto con mis amigos. Una cuenta pendiente, al parecer de por vida. Si en algo soy buena, es en fallarle a mis amigos.

¿Será que la superficialidad, mi leal compañera, me impide mantener unos, siquiera decentes, lazos de amistad? Ese terror por profundizar. ¿Detesto bucear en las cosas por temor a lo que pueda encontrar en el fondo? miedo ¿a qué?

Lo cierto es que soy una pésima amiga, especialista en defraudar. Nunca estoy en los momentos claves en las vidas de mis casi inexistentes amigos. Nunca hago la llamada a tiempo, nunca envío la tarjeta de cumpleaños, nunca voy al rescate de nadie. Es casi una letanía, enormemente aburrida.
Llega un momento en que pienso que nada de lo que haga podrá recompensar la falta cometida, ese estúpido punto de no retorno y sensación de fracaso. Entonces me llega al tuétano el asunto y me canso de martirizarme con mi deslealtad y mando todo al carajo del stand by. Ahí estamos, mis faltas amicales y yo por un buen tiempo, el suficiente para que mi lado de cerebro que funciona (a medias) reaccione y escriba la carta arrepentida, haga la llamada perdida y desenrede la madeja confundida de los hilos de la amistad, no siempre con éxito, claro.

Cuando era niña recuerdo que a la hora del recreo sufría grandes jaloneos de las niñas que querían estar conmigo (las niñas, a diferencia de los niños, no juegan en los recreos: están con sus amigas) no sé por qué, y a estas alturas no veo qué gracia tendría saberlo, o talvez si ...
A medida que fui creciendo me volví muy selectiva con las personas que se me acercaban, es por eso que nunca fui de las amigueras de la secundaria, universidad, ni de nada.
Producto de aquella "selección natural" comencé a tener a mis "únicas amigas". Se relevaban con el tiempo y el cambio de mis actividades-intereses, nunca podían coexistir, no sé por qué pero así se daban las cosas. Me doy cuenta de una característica no compartida por todas aunque sospechosamente presente: un olor a cierto acaparamiento.

Es así como se sucedieron mis grandes amigas, todas marcando el territorio de lo temporal en mi vida. Mi gran amiga del colegio, mi gran amiga del trabajo, mi gran amiga de la universidad, mi gran amigo del oficio. Los quise y los quiero, pero por una extraña razón (mandada sin dudas por el mal funcionamiento de mi cerebro y que nadie ose contradecirme porque me quedo sin argumentos!) no puedo estar a su altura. No doy la talla.

Es que la amistad, como todas las cosas importantes en esta vida, requiere de algo que no tengo y si lo tengo, seguramente está en cantidades muy limitadas, allá en el fondo de mi alacena existencial: compromiso.
Si pues, lo debo tener en cantidades limitadísimas porque, que yo sepa, sólo me siento comprometida con mi familia chiquita (el Hombre, el niño et moi). Ni siquiera la familia grande (mamá, hermanos) se salva de semejante escasez. Nunca me acuerdo del cumpleaños del primo lejano (ni siquiera del cercano!), no me acuerdo de los cumpleaños y punto, para eso están mis hermanas que se acuerdan hasta del de los vecinos. Casi nunca estoy presente en los bautizos, primeras comuniones, velorios y sus respectivos entierros. No me gustan mucho las reuniones familiares y siempre soy la primera en retirarme, despedida como siempre, por la mirada de desaprobación del resto de la familia que cree firmemente que me incineraré en el infierno del ostracismo. No soporto sentirme forzada a ese tipo de compromiso, Ok! a ningún tipo de compromiso! Sé también, que estoy condenada al futuro desapego al que hoy someto a mi familia grande. A mis amigos.

¿Pienso quedarme así? Me encantaría decir que si (sólo por mantener mi estatus de tontuela que tanto me costó adquirir) pero no. Quiero creer que el Compromiso es algo así como un músculo, que se puede ejercitar, expandir y contraer según la necesidad. La necesidad de mantener a mis amigos, por ejemplo, no es poca cosa y si para ello tengo que pasarme la vida entera en el gimnasio (con lo que lo detesto!) lo haré, a veces a regañadientes, pero lo haré.
Entonces, premunida de mis mallas y leotard de rigor (como odio el gimnasio, pretenderé estar en una clase de ballet) respiro, caliento ... y marco de nuevo.